
CAFÉ DIARIO, SANTO DOMINGO.- La consulta por “microinfidelidades” se ha vuelto frecuente en los últimos años. El término no pretende condenar la interacción social, sino ofrecer un marco para entender comportamientos que, por su carácter reiterado, secreto o sexualizado, erosionan la confianza. Hablamos de interacciones que no implican contacto físico ni una relación paralela explícita, pero que mueven atención, deseo o validación fuera de la pareja de forma que la otra persona desconoce o no ha consentido.
En la práctica aparecen como mensajería privada con tono insinuante sostenida en el tiempo, coqueteos que se ocultan, perfiles activos en aplicaciones de citas “solo para mirar”, complicidades exclusivas con una tercera persona o borrado sistemático de conversaciones. Lo que diferencia estas conductas de la cortesía social es la intención (buscar excitación o validación fuera del vínculo), la inversión emocional (tiempo, fantasía, expectativa) y el secreto. Cuanto más se oculta y más recompensa emocional produce, mayor es la probabilidad de que se esté vulnerando un acuerdo de lealtad, aunque jamás haya existido contacto físico.
Muchas parejas nunca conversaron sobre sus límites. Confían en el “sentido común” y, cuando algo duele, discuten sobre si es “suficientemente grave”. Este debate abstracto suele empeorar las cosas. En terapia proponemos cambiar la pregunta: no es “¿esto cuenta como infidelidad?”, sino “¿qué impacto tuvo en nuestro contrato afectivo?”. La evaluación funcional ayuda a comprender por qué ocurrió: algunas microinfidelidades regulan aburrimiento, soledad o inseguridades; otras responden a discrepancias del deseo o a guiones eróticos empobrecidos dentro de la relación.
La reparación empieza por reconocer el daño y asumir responsabilidad sin minimizar ni culpabilizar. La persona herida necesita un espacio validante para expresar dolor y sin que la terapia se convierta en un tribunal. A partir de ahí, se diseñan acuerdos de cuidado: qué información se compartirá en adelante, cómo se manejarán redes sociales y mensajería, cuándo pedir aclaraciones y cómo ofrecerlas sin caer en vigilancia perpetua. En ocasiones se pacta un período acotado de mayor transparencia digital para reducir ansiedad, con el objetivo explícito de volver a una confianza no vigilada cuando se restablezca la seguridad.
El trabajo clínico integra psicoeducación sobre celos, apego y deseo; reestructuración cognitiva de pensamientos que alimentan sospecha o justificación; y entrenamiento en comunicación para transformar reproches en peticiones claras. Si la microinfidelidad es efecto de una vida erótica tensa o repetitiva, se recupera la complicidad sensual con tareas graduales que bajan la presión por el rendimiento y devuelven placer al encuentro. Cuando hubo violencia digital —exposición no consentida, sextorsión—, se prioriza la protección de la víctima, la retirada del contenido y la orientación legal, antes que cualquier intento de reconciliación.
Las parejas que avanzan describen un tránsito desde la hipervigilancia hacia límites explícitos y hábitos de cuidado que hacen más habitable el vínculo. La meta no es blindarse contra toda tentación, sino construir seguridad relacional: un sistema de acuerdos, reparación y reconexión que desactive el atractivo de los secretos porque la relación primaria vuelve a ofrecer validación, deseo y proyecto compartido.

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